ALVARO MARIN VIECO
Procedente de una familia de célebres pintores, escultores, músicos; y protagonista desde los años setenta de bienales en México, Cuba, Colombia, Argentina y Brasil, y de exposiciones itinerantes en Estados Unidos, Inglaterra y Bélgica, Álvaro Marín Vieco ha logrado crear un lenguaje propio en sus abstractas y geométricas obras, trabajos en los que el papel principal usualmente está reservado para los cuadrados, figuras que al fundirse con la amplia gama de tonos que utiliza el artista, inquietan profundamente las mentes de quienes las admiran.
Este maestro del arte hace parte de esa primera generación de artistas urbanos que se dio en Medellín a partir de la década de 1970. Él viene de una familia de pintores de academia, pero logra hacer una ruptura enorme, abrir un nuevo campo.
Este arquitecto de profesión, además de pintor y escultor, se alejó de la pintura figurativa que predominaba en la academia antioqueña en aquel tiempo y se encontró con aires modernos que se expresaban en las escuelas de Europa y Estados Unidos.
Su abuelo, el escultor, Bernardo Vieco, hizo varias esculturas públicas como la fachada del Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán. Su padre fue co-fundador de la Orquesta Sinfónica de Antioquia y miembro de la Orquesta Sinfónica de Colombia. Su tío era el arquitecto Hernán Vieco, quien junto a Salmona y Dicken Castro hizo parte del grupo de arquitectos que han hecho en Bogotá la mejor arquitectura.
Vieco es gran amigo de García Márquez y Álvaro Castaño Castillo. También conoció y contrató a Pablo Picasso para el edificio de la Unesco de Paris y trabajó con Le Courbousier y Breur entre otros.
Nació en Medellín en 1945, en el seno de una de las más importantes familias de artistas que ha tenido el país. “Mi papá era chelista de la sinfónica, y mi abuelo escultor, y todos los hermanos de mis abuelos, como Carlos Vieco, eran músicos, violinistas, dibujantes, arquitectos, incluso tuve un tío que, cuando trabajaba en la Unesco, conoció a Picasso, y él me contaba todo eso. Yo me críe dentro de la música y la pintura, era una vida, digamos, mítica”, dice.
Pero cuando llegó a la universidad para estudiar arquitectura se cambió los apellidos. Su nombre real, cuenta él, es Álvaro Vieco Vieco. ¿Por qué lo hizo?
“No no no no no. Es que eso era muy duro. Ser Vieco, ¡y dos veces Vieco!, porque mi mamá es prima hermana de mi papá, y yo todavía estoy esperando que me salga un rabo.
No no no no no, llegaba a la universidad y todos los profesores esperaban mucho de mí, mejor me lo cambié por Marín”, cuenta él.
Si estudió arquitectura fue porque sus papás temían que como pintor fracasara. “Pero igual fracasé como arquitecto, y como violinista, porque también estudié violín en el conservatorio. Hice dos casitas por allá en Rionegro, pero me quedaron horribles”.
Álvaro Marín sostiene que es “la oveja negra de la familia. Sólo por molestarlos quería escribir un libro que se llamara ‘Pase maluco con el bambuco’, porque en mi familia componen bambucos”.
“Quería ser pintor pero no había dónde estudiar. Estaba Bellas Artes, pero me aterraba, era una academia de lo más retrógrada. Mientras en Europa y en Estados Unidos estaban en el impresionismo y el cubismo, aquí nada, puras vaquitas, bodegones y casitas”, cuenta. “Yo quitaba de mi casa las acuarelas de mis tíos para venderlas y así poder pintar, eso era así, de ese tamaño”, recuerda sobre la Medellín de esos años.
En su juventud, que ocurrió entre las décadas de 1960 y 1970, fue amigo de unos muchachitos que más tarde serían los más importantes artistas y escritores de Medellín: Óscar Jaramillo, Hugo Zapata, Jaime Jaramillo, Darío Ruíz, Ronny Vayda, Manuel Mejía Vallejo, Félix Ángel, Jaime Espinel.
Entre ellos mismos se hacían visita de casa en casa, ellos mismos veían qué era lo que sus compañeros estaban haciendo.
“En las tardes nos ibamos para el café Versalles todo el día, y allá nos aguantaban sin un peso, sólo con un tinto, con una Coca Cola, hasta que llegaban las seis y alguien nos invitaba a un aguardientico. Y allá conocí a los nadaístas, primero los mirábamos como a unos monstruos pero luego fuimos amigos. Nos íbamos para Lovaina a hablar de literatura y arte, y a las prostitutas las queríamos mucho porque nos cuidaban, nos daban desayuno”.
Y a Medellín llegó el rock, el Festival Ancón, las Bienales de Arte de Coltejer, y con ello una transformación para la ciudad y sus artistas, aunque al principio la ciudad no aceptaba ese cambio.
“Nos enloquecimos todos. Llegó el hippismo, una tía casi me ahorca porque un día me puse un collar. Los buses no nos paraban. Y en el Festival Ancón la policía perseguía a los hombres de pelo largo y los rapaba”, relata sobre ese tiempo.
“Fernando Vallejo y yo tuvimos un grupo de rock que solo duró tres compases, no fuimos capaces de ponernos de acuerdo con una canción de los Beatles”.
Marín le guarda un especial cariño a las Bienales de Arte de Coltejer, a finales de los años 1960, cuando a la ciudad llegaron importantes artistas de todo el mundo y había un público que quería ver esas obras.
Recuerda que en esos años “Marta Traba se vino de Bogotá a pelear con estudiantes, a debatir de arte, a crear espacios. Hicimos todo un movimiento. Nosotros éramos muy guerreristas, y la prensa nos paraba bolas. Queríamos un sitio para nosotros, para exponer, porque el Museo Zea – hoy Museo de Antioquia – estaba muerto”.
Así fue como crearon el Museo de Arte Moderno de Medellín, “pero lo creamos con las uñas, a sangre, sudor, lagrimas y trago”.
“Yo era profesor de arte en la Universidad de Antioquia, pero me sacaron por indisciplinado, porque yo les decía: ‘profesores, ustedes son tan malos que vengan yo les hago una transfusión para que tengan sangre de artista’”, relata mientras extiende el brazo y se toca una vena.
No le gusta la academia pura, caposa, donde, como él dice, “se pierde el espíritu investigador, aventurero, libertador y riesgoso. Yo nombré a esos profesores como ‘La Santa Sede’, y me echaba la bendición cuando pasaba delante de ellos”.
Quiere ser como Mick Jagger, su ídolo. Ama el rock, pero también la música electrónica, que descubrió en Chile, cuando se fue para no quedarse en Medellín comiendo natilla y escuchando música parrandera.
Fue en Chile donde se tatuó la palabra “arte” que lleva hoy en su hombro, en el otro se tatuó un cubo.
Asegura que está enamorado de esta época porque está viviendo lo que pronosticó Marx: la caída del capitalismo.
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“Yo soy la cagada y lo seguiré siendo”, dice él, riéndose, mientras muestra su tatuaje y posa al lado de una de sus pinturas para que le tomen una foto.
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